Santidad y Fidelidad en la Vocación
Fiesta del Corazón de Jesús: coherencia en el amor
Corazón es una de esas palabras en las que todo lo múltiple se vuelve uno.
El corazón ha simbolizado para la gran mayoría de las culturas el centro de la persona, donde se unifican todas sus dimensiones. Una persona con corazón no es la dominada por el sentimentalismo, sino la que ha alcanzado una unidad y coherencia, un equilibrio de madurez que le permite ser objetiva y cordial, lúcida y apasionada, intuitiva y racional, nunca fría, sino siempre acogedora; nunca ciega, sino realista. Tener corazón equivale a ser una personalidad integrada. El corazón es el símbolo de la profundidad y de la hondura. Solo quien ha llegado a una armonía consciente con el fondo de su ser consigue alcanzar la unidad y la madurez personales.
¿Cuáles son los antecedentes bíblicos de ese lugar escondido? ¿Privilegia el Antiguo Testamento algún espacio interior y oculto que favorezca el encuentro y la relación interpersonal?
Un término hebreo, qereb, evoca el centro de un ser vivo, lo que hay dentro de él: vísceras, entrañas, interioridad e intimidad. El tema del centro es recurrente: Sofonías visualiza una Jerusalén con “el Señor justo en su centro”, pero invadida también por ocupantes indeseables: príncipes rugientes como leones, jueces como lobos hambrientos, profetas que fanfarronean y sacerdotes que violan la ley. Presentimos una lucha por ocupar el espacio, pero al final se escucha una promesa que devuelve el ánimo: “Dejaré en medio de ti un pueblo pobre y humilde... El Señor ha echado a tus enemigos. No temas, Sion, el Señor, tu Dios, es dentro de ti un soldado victorioso”... (Sof 3, 3-4; 12-17).
Tanto en las narraciones como en la poesía encontramos “lugares de centramiento”: los pozos, la tienda de la reunión, el Sinaí, el templo, Sion... El arca, lugar de las manifestaciones divinas, se situaba, a diferencia de la nube, en medio del pueblo.
Al presentar a Esaú y Jacob, el narrador puntualiza que mientras Esaú era experto cazador y por lo tanto hombre de grandes espacios, Jacob era un hombre de interior que permanecía voluntariamente sentado en su tienda (Cf., Gen 25, 27). Y es que la tienda es un lugar íntimo que oculta muchos secretos: Sara escuchaba dentro de ella las palabras de los misteriosos visitantes de Abraham (Gen 18, 11) y será en esa misma tienda donde introduzca Isaac a Rebeca al tomarla por esposa (Gen 24, 67).
“Me esconderá en lo escondido de su tienda”, afirma un orante para expresar su seguridad (Salmo 27, 5). Y el Señor hablaba con Moisés en la tienda del encuentro, “como un amigo habla con su amigo” (Ex 33, 11). En una escena anterior le había ordenado esconderse en una hendidura de la roca para que no pudiera verle al pasar junto a él (Ex 33, 22); quizá por eso elige Elías una cueva para esperar al Señor en el Orbe (1Re 19, 9) y el autor del Salmo 84 compara al templo con la casa que encuentra un gorrión o el nido donde la golondrina coloca a sus polluelos (Cf. Sal 84, 4).
La novia del Cantar pide apasionadamente a su amado: ¡Ay, llévame contigo, sí, corriendo, a tu alcoba condúceme, rey mío...! (Cant 1, 4) y afirma después: “Me introdujo en su bodega”... (Cant 2, 4). Ella misma es para él “jardín cerrado y fuente sellada” (Cant 4, 12).
Otro término, el más frecuente del lenguaje bíblico para hablar de interioridad, es leb, corazón (1), sede del conocimiento y de la integración unificadora. “Se le paralizó el corazón en su interior y se quedó como de piedra” (1 Sm 25, 37). Se habla del corazón de algo para referirse a esa realidad como desconocida e inabarcable:
“Tres cosas me son inalcanzables, / cuatro no llego a comprender: / el camino del águila en el cielo, / el camino de la serpiente sobre la roca, / el camino del barco en el corazón del mar / y el camino del varón en la doncella” (Pr 30, 18).
Se nombran cuatro caminos que antes no se han surcado y que, por lo tanto, no se conocen de antemano. El corazón del mar se refiere a la inexplorable profundidad de la alta mar.
Según 2 Sm 18, 14, Absalón cuelga del corazón de la encina, es decir, del espeso ramaje interior. Es un lugar inaccesible para los hombres, pero no para Dios, que “conoce los misterios del corazón” (Pr 44, 22). Ante Él están patentes “incluso el sol y el reino de los muertos, cuánto más los corazones de los hijos de los hombres” (Pr 15, 11). “No te fijes en su aspecto ni en su estatura elevada, el hombre mira lo que está a los ojos, mientras que Yahvé se fija en el corazón” (1 Sm 16, 7). Corazón indica, en estos casos, lo profundamente oculto, lo opuesto a lo exterior.
Es la sede de los deseos ocultos, no expresados:
“Le has cumplido el deseo de su corazón, no le has negado lo que sus labios pidieron” (Sal 21, 3). Gracias a él se escucha y se discierne: cuando Salomón pide a Yahvé “un corazón que escuche” (1 Re 3, 9), está pidiendo que el mundo no sea mudo para él, sino que le resulte inteligible. Es el órgano de la voluntad, los planes, decisiones y las intenciones: a los colaboradores en la construcción de la tienda de reunión se los califica como gente “cuyo corazón se inclinaba a ello”, aludiendo a su disponibilidad; cuando David afirma “tu siervo ha encontrado su corazón para orar en tu presencia” (2 Sm 7, 7) es como si dijera: “Me he atrevido a”.... Y Qohélet recomienda: “Marcha por el camino de tu corazón” (Qo 11, 9). En él se guarda fielmente el tesoro del recuerdo: “Las palabras que hoy te ordeno, deben estar sobre tu corazón” (Dt 6, 6), “átalas a tus dedos, escríbelas en la tabla de tu corazón” (Pr 7, 3).
ABRIR EL CORAZÓN
Abrir el corazón es comunicar todo el saber: “¿Cómo puedes decir que me amas si tu corazón no está conmigo? Ya te has burlado de mí tres veces y no me has dicho por qué tu fuerza es tan grande” (Jue 16, 15). Sansón dice querer a Dalila, pero su corazón no está con ella, es decir, no la hace partícipe de sus secretos.
Con el corazón se conoce y por eso la máxima promesa que Israel recibió del Señor fue esta: “Os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo” (Ez 36, 26).
Por eso el sabio recomienda:
“Hijo mío, por encima de todo, cuida tu corazón / porque en él están las fuentes de la vida” (Pr 4,23).
Pero no podemos olvidar que un israelita difícilmente puede distinguir entre exterioridad e interioridad, entre conocer y elegir, entre oír y obedecer. Frente a nuestro modo de pensar analítico y diferenciador, el pensamiento bíblico es sintético e integrador, y considera las realidades no como totalmente independientes, sino como aspectos de una misma cosa. La antropología occidental establece una marcada dicotomía entre alma y cuerpo, espíritu y materia, interioridad y exterioridad, mientras que para la semítica la vida es indivisible y la esfera interior no se puede separar de la actividad externa: corazón y manos están unidos en un único todo. Por eso el pensamiento bíblico no se detiene tanto en distinguir entre acciones e intenciones del corazón, sino en el modo justo de vivir, porque todo lo que una persona piensa y siente penetra en todo lo que hace, y a la inversa.
“Dios busca la participación del corazón porque necesita vidas vividas en armonía con Él a través de acciones que se arriesguen a incorporar el amor del propio corazón. El problema del corazón es habituar a la lengua y a los sentidos a comportarse en armonía con su visión interior” (2).
“Camina en mi presencia y sé íntegro” (Gen 17, 1) ordenó el Señor a Abraham, y esa integridad o unidad de la persona pone en relación lo interior con lo exterior. A ese trabajo de unificación profunda es a lo que se refiere Lucas cuando dice que “María guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc 2, 19). El participio griego symballousa expresa el trabajo de la fe para reunir los datos de la realidad con la promesa recibida, para que la Palabra acogida y guardada en el corazón proyecte su luz sobre la opacidad de los acontecimientos.
Jesús es el hombre para los demás, que tiene corazón, un corazón no de piedra, sino de carne. Su vida, un signo del buen amar, del saber amar. Pero, sobre todo, Jesús, en su Corazón, es la profundidad misma del hombre y de Dios. En él está la fuente del Espíritu que brota como agua fecunda hasta la vida eterna.
(1) Cf. H.W. Wolff, Antropología del Antiguo Testamento, Salamanca, 1975, 63-86.
(2) A. J. Heschel: Dio alla ricerca dell’ huomo, Turín, 1969, p. 331.
Dolores Aleixandre RSCJ // (Mirada Global)
Pablo: Al Padre, en Cristo, por el Espíritu.
La Trinidad de Pablo
Aprendamos de memoria estos dos versículos de san Pablo, que, si bien los entendemos, hallaremos dónde está la esencia de nuestra relación con Dios: “Vino a anunciar la paz: paz a vosotros que estabais lejos, y paz a los que estaban cerca. Pues por Él, unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu” (Ef 2,17-18).
El que vino a anunciar la paz es Jesucristo; vino a anunciar la paz – la salvación – al mundo entero, que podemos dividirlo en dos bloques: “los que estaban lejos”, que son los paganos, “los que estaban cerca”, que son los judíos, que habían recibido la revelación, la fe, la alianza…
Y sigue: Por medio de Él, Cristo, unos y otros – los paganos y los judíos (el mundo entero), tenemos acceso al Padre, en el Espíritu.
En esta frase se contiene el sentido íntimo, la orientación, de la oración cristiana, cuya esencia podemos verla en la celebración de la Misa. En la Eucaristía las oraciones van dirigidas al Padre, y las dirigimos “por medio de nuestro Señor Jesucristo, Hijo”, y lo hacemos “en el Espíritu Santo”. ¿Hemos notado que en la Misa nunca (repetimos, “nunca”) rezamos a los santos, por ejemplo, a san Francisco, a san Antonio, a san Ignacio…, a ninguno? No decimos: oh glorioso san Francisco que fuiste esto y lo otro…, concédenos…; sino que decimos: Dios todopoderoso que hiciste en tu siervo Francisco tales y cuales maravillas, concédenos Tú, “por la intercesión de este santo”, que en nosotros brillen tales y cuales virtudes. Y esto te lo pedimos por Jesucristo, en el Espíritu Santo.
Desde Cristo al Padre
Al entrar en san Pablo nos encontramos, de inmediato, con Cristo, que es el tema constante, que lo vive y le brota por los poros. Pero el origen, la raíz, la clave, la causa, la explicación…, no es Jesucristo, sino “el Padre de nuestro Señor Jesucristo”.
Puesto que acabamos de citar la Carta a los Efesios, veamos cómo comienza esta carta. Después del saludo, entra de lleno con una inmensa Bendición: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado…” (Ef 1,3-6).
La luz de nuestra fe es el Padre de nuestro Señor Jesucristo; no cualquier Dios soberano, no un Dios universal y genérico, sino el Padre de Jesús, el Dios del Antiguo Testamento que Jesús nos lo identificó como “mi Padre”. Ese es nuestro Dios.
Y ¿quién es este Padre de nuestro Señor Jesucristo?
Digámoslo, en síntesis, con tres expresiones.
Es el Dios de quien arranca la iniciativa de salvación.
El Dios del amor.
El Dios de la gracia.
La iniciativa de salvar al mundo no fue una idea generosa de aquel judío iluminado llamado Jesús de Nazaret. No, la iniciativa vino de Dios, del Padre de Jesús, del Padre del “hijo de Dios”. Dios se nos muestra así como Padre.
Inmediatamente uno se pregunta: ¿Y por qué tuvo Dios esta idea? La respuesta unánime de san Pablo y de todos los escritos del Nuevo Testamento es ésta: Por amor. No podemos rebajar la grandeza de Dios a algo inferior a su amor infinito. Si nos ha tenido la iniciativa de salvarnos, no ha sido por algo utilitario y ventajoso. Ha sido por la razón más divina que puede hallarse en la divinidad: por amor.
En consecuencia comprendemos que todo lo que sea obra de salvación, por ser obra del amor de Dios, todo es gracia de Dios, don de Dios en el cual brilla, junto con su libertad divina, su absoluta gratuidad.
¡Este es el Dios de Pablo! ¡Este es el Dios de nuestra fe, el Dios de todo el Nuevo Testamento! Ante este misterio, ¿cuál es nuestra respuesta? La exultación, el gozo, la acción de gracias y la alabanza, como lo canta el Apocalipsis cuando resuenan los cánticos celestiales.
La vida histórica de Jesús es vida mía
La Iglesia y la Roca
Lo más grande que nos puede ocurrir en la vida
Lo más grande que nos puede ocurrir en la vida es el habernos encontrado con Jesucristo y habernos enamorado de él. En realidad encontrarse y enamorarse es todo uno, porque, de hecho, no hay un encuentro si no hay un amor que nos coge del todo: el cuerpo, el corazón, el alma…
Los obispos de América Latina y Caribe, reunidos en Aparecida (mayo 2007), escribieron en el “Documento de Aparecida”: “Conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestras palabras y obras es nuestro gozo” (n. 29).
La segunda cosa más grande que nos puede ocurrir en la vida es haber encontrado a la Iglesia. Puede ocurrir que uno vaya todos los domingos al templo y no haya encontrado todavía a la Iglesia. ¿Qué es haber encontrado a la Iglesia? Lo que se dijo en las líneas anteriores: haberse enamorado de la Iglesia.
A lo mejor habría que arrancar de una pregunta primera:
- ¿Qué es la Iglesia?
- Pues ¿qué va a ser la Iglesia, sino el Papa y los Obispos y los Cristianos…, todos juntos?
- Sí y no, y más no que sí. La Iglesia de Dios Padre es la Iglesia de su Hijo amado. Sin la presencia inmediata del Hijo amado, de Jesús de Nazaret, la Iglesia sería nada y nadie.
De modo que la Iglesia es la presencia de Jesús, por el Espíritu Santo, en el papa, en los obispos, en los pobres, en los pecadores, en los despreciados y aplastados, en los santos, en las almas purísimas… y hasta en los asesinos.
La Iglesia es la Roca de Jesús
En los Evangelios el pasaje principal, al menos el más citado, acerca de la Iglesia es aquella escena llamada “la confesión de Pedro” (Mateo 16,13-19). Jesús pregunta a sus discípulos quién dice la gente que es él; luego: “Pero vosotros ¿quién decís que soy yo?”. Entonces Simón (que a partir de ahora se llamará Pedro) “confiesa la fe”: le da a Jesús un título divino: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”.
Esto no lo sabe el discípulo por sí; se lo ha enseñado Dios, porque ¡Dios habita en nuestro corazón! Y Jesús le responde: “Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos”.
Esta escena ocurrió en vida de Jesús, y se escribió varios decenios después.
Nada obsta para que, al recordar las palabras de Jesús y comprenderlas con una profundidad nueva, se puedan ajustar detalles y palabras… Cuando estas cosas se escriben, ya Comunidad Cristiana, que llamamos “Iglesia” (o Asamblea sacra), ya lleva años de marcha, está organizada, jerarquizada…, y ya ha empezado el combate de los enemigos.
Jesús había predicado el Reino de Dios, Reino o “reinado” de Dios abierto al mundo entero, y ahora habla de la Iglesia, la Asamblea de los discípulos. Pero esta Iglesia, según las palabras del Señor, es la Iglesia del Reino. Sí, Iglesia del Reino y para el Reino. Llegará un momento, que solo Dios sabe, en que la Iglesia habrá pasado y sólo existirá el Reino, y, como dice san Pablo, “Dios será todo en todos” (1Corintios 15,28).
Esa es nuestra Iglesia
Nuestra Iglesia es, ni más ni menos, que la Iglesia de Jesús. Sería raquítico pensar: la Iglesia es el Vaticano. La Iglesia está en el Vaticano, pero no es el Vaticano. Porque el Vaticano puede perfectamente desaparecer, como un día desaparecieron los Estados Pontificios, y la Iglesia, de la que nos enamoramos, porque es la Esposa de Cristo, sigue igual… La Iglesia de enamorar nos la tiene que revelar Jesús, como el Padre reveló a Simón quién era Jesús.
Escribo desde México, desde una parroquia que se llama de la Parroquia de la Preciosa Sangre de Cristo. ¡Cuántos matrimonios a la buena de Dios…, bien lejos de papeles, que habría que arreglar…! Y de ponto una humilde mujer, que acaso justo tenga la primaria, te dice: Padre, ¿podría ayunar un día a la semana por la santidad de los sacerdotes?
Esa es la Iglesia viviente, vivísima, de Jesús, que te enamora.