El santo a quien prohibieron hacer milagros



Serafín de Montegranaro

El santo a quien prohibieron hacer milagros



Fue el 16 de julio de 1967 cuando fray Serafín de Montegranaro, hermano laico, de los Capuchinos de Las Marcas, era proclamado santo al mismo tiempo que Juan Cancio, José de Calasanz, José de Cupertino, Gerónimo Emiliano y Juana Chantal.

Una constelación de selectos, surgida cuando el protestantismo trastornaba a Europa, y florecida en un mismo día, en la vigilia de la Revolución Francesa, cuando jansenistas y filósofos se afanaban en destronar santos: respuesta del cielo a la orgullosa sabiduría humana.

Aquel día, el hábito tosco del humilde capuchino no desentonó junto a la túnica ligera de la fundadora de las Visitadinas, ni estuvo fuera del lugar su escasa ciencia, inferior ciertamente a la de José de Calasanz, fundadores de escuelas y de congregaciones religiosas. Serafín había “sabido leer y comprender el gran libro de la vida que es nuestro Señor Jesucristo: por este título merece contarse entre sus principales discípulos”, dirá Clemente XIII en la Bula de canonización.

Serafín nació en Montegranaro en 1540. Segundo de 4 hijos, su nombre de pila fue Félix. Su padre era albañil, oficio que para Félix no fue nada atractivo, por eso fue enviado a un campesino para que le ayudase con el cuidado del rebaño. Oficio que a Félix le agradó mucho porque así tenía tiempo suficiente para  la oración, misma que prolongaba hasta largas horas de la noche.

Fue precisamente esta pasión suya por la oración y el silencio la que hizo circular las primeras voces de admiración hacia él: una admiración que se transformó en entusiasmo y devoción cuando se supo que el cielo respondía con la gracia de los milagros en la vida de aquel niño. Se contaba, así, que en una peregrinación a Loreto, mientras sus compaisanos estaban en la orilla del Potenza, en espera de que disminuyera el caudal, él se introdujo en el agua y pasó el río a pie enjuto. Estos acontecimientos en la vida de Félix se repetirán a lo largo de toda su vida.

Cuando murió su padre, su hermano lo llamó a casa para que le ayudase en la cuestión de la construcción y albañilería como él y su padre. Félix a pesar de las reprimendas, no daba una. Sentía que aquella vida no era para él. Soñaba con desiertos, ayunos, penitencias oración. Quería vivir una vida eremita. Pero Luisa Vannucci, joven piadosa le dijo: “No es necesario, yo te quiero mostrar una religión santa en la que podrás hacerte santo”. Y le hablo de los capuchinos.

Félix fue inmediatamente a Tolentino y se presentó a los capuchinos, esperando ser recibido aquel mismo día. No fue posible. Entre tanto pudo comprobar lo que Luisa le había contado: los capuchinos eran verdaderamente santos y con ellos habría encontrado el paraíso.

“No poseo nada: sólo tengo un crucifijo y un rosario; pero con éstos espero ayudar a los frailes y hacerme santo”, dijo Félix al entrar en el noviciado de Jesi. A partir de ahora su nombre será Serafín. Exteriormente no cambiaba, pero en el alma cultivará virtudes estupendas que se esforzará en esconder, y que Dios revelará con la gracia de los milagros. Sorprendidos por su número y grandeza, los mismos superiores le obligarán un día por obediencia a velar el secreto y él confesará cándidamente:

Cuando bien el convento era un pobre peón sin capacidad y sin habilidades. He permanecido como entonces. Y esto fue motivo de tantas humillaciones y reprensiones sobre las que actuó el demonio, introduciendo en mi corazón la tentación de abandonar el convento y retirarme a un desierto. Me encomendé al Señor, y una noche oí una voz desde el tabernáculo: “Para servir a Dios es necesario morir a sí mismo y aceptar las adversidades, sean del género que sean”. Yo las acepté y prometí rezar un rosario por el que las hubiese procurado. La misma voz del mismo tabernáculo me aseguró: “Tus oraciones por quienes te mortifican me son agradabilísimas. Yo, como contrapartida, estoy presto a concederte todas las gracias”.

Fueron tantos los milagros más que para justificar los adjetivos que le dieron los contemporáneos a fray Serafín, le llamaban: el santo, el taumaturgo, el profeta… las listas de testimonios son interminables. Basta un beso a su manto, una caricia de sus manos y hasta sólo la invocación de su nombre para que enfermedades crónicas desapareciesen y casos desesperados se resolvieran. Todo resultaba prodigioso en sus manos: el pan, las naranjas, la hierba, el grano, las pepitas de calabaza. La gente tenía más confianza en él que en todos los médicos de la ciudad.

SU VIDA DE ORACIÓN

Que fray Serafín se la pasara casi toda la noche frente al Sagrario es un hecho constatado. Los frailes que vivían junto con él atestiguan cómo, después de retirarse a las celdas, sentían los pasos acelerados de fray Serafín que descendía a la iglesia para la adoración nocturna, arrodillado delante del altar del sacramento, sin apoyarse nunca. Alguna vez alguno se levantaba para espiarlo desde cualquier ángulo, pero él se apercibía casi siempre, y entonces fingía dormir y “roncaba” ruidosamente.

LA SABIDURÍA DE LOS SANTOS

Al estupor de los hombres que se preguntaban qué médico era aquel frailecillo sin pretensiones, él respondía con una señal de la cruz, milagrosa aún hecha a distancia. Ciertamente no se trataba de un fanatismo de la gente del pueblo, ya que le escribían y llegaban personalidades de cualquier lugar, tales como el duque de Baviera, el duque de Parma, los señores Pepoli de Bolonia y el cardenal Bandini le enviaba cartas. No obstante nuestro santito tenía tanta humildad que llegó a decir: “¡Fuera digno del purgatorio! Soy un pecador”. Y, para evitar que le besaran la mano o la túnica, llevará siempre en la mano un crucifijo (que se conserva hasta el día de hoy), ofreciéndolo al beso de todos. Pasó casi por todos los conventos de Las Marcas, reclamando, invocando, disputando, sembrando por todos los sitios el trigo puro del espíritu franciscano; pero sólo Ascoli tendrá la fortuna de tenerlo por más tiempo, experimentando los beneficios de su santidad excepcional. La población le corresponderá con sin igual devoción, cada casa tendrá su imagen, impresa incluso en la fachada de los edificios públicos, como emblema de nobleza religiosa; los devotos recorrerán de rodillas los últimos trescientos metros antes de su tumba y ayunarán la vigilia de su fiesta.

AUSTERO Y HUMANO

Fue perfecto en la obediencia. Son innumerables los hechos que lo demuestran. No existe ninguna sombra en su castidad, aunque esta fue una gran conquista penosa. A sus confidentes les reveló que pasaba las noches en la iglesia porque en la celda se sentía terriblemente tentado. Aun en avanzada vejez se le oyó gritar durante el reposo: “¡Ah traidor, fuera, que no te consiento!”. Conseguido un perfecto dominio de los sentidos “con modestia y suavidad angélicas conversaba con mujeres, por lo que, con familiaridad, las jóvenes doncellas corrían todas a él, con tanta sumisión y devoción, como si hubiera sido tanto y más que su madre carnal”.

Pobrísimo, una sola vez y por obediencia, vestirá un hábito nuevo; y con él hará un paseo por la ciudad, diciendo humildemente que también él debe “dejar los harapos, porque es el momento de hacer un poco el señor”. Mas, apenas le fue posible, retornará a la túnica acostumbrada, de paño molesto. La cosa en que menos pensará es en el comer: una menestra envejecida o una ensalada será el alimento de 40 años continuos.

Su pasión querida será servir las misas, hasta el punto de repetir muchas veces que con gusto habría ido a Roma o a Loreto para ayudar el mayor número posible. Lo hacía con tanta devoción que una testigo afirmará: “Muchas veces dejaba de atender la misa le miraba a él, atraída por aquella su gran devoción, que parecía como si estuviera fuera de sí”.

HA MUERTO EL SANTO

Serán, efectivamente “los niños” los que proclamarán a la ciudad la muerte seráfica, ocurrida a primeras horas de la tarde del 12 de octubre de 1604. Advertidos por una voz misteriosa, hormiguearán por las calles sorprendidas gritando a plena voz: “¡Ha muerto el santo, ha muerto el santo!”.

Todavía no había sido sepultado, cuando el primer biógrafo empuñaba la pluma para transmitir el ejemplo.

Escenas indescriptibles en torno a su cadáver custodiado por gentilhombres y soldados y exhalando suavísimo olor. La gente humilde lo creyó intuitivamente perfumes del cielo; la autoridad eclesiástica, prudente y sabia, querrá asegurarse que no exista “artificio o engaño alguno” por parte de los religosos e indagará con singular diligencia. Un padre dominico cerrará así la indagación: “He hecho muchas comprobaciones para ver si era artificial, pero me he convencido que es divino. Si hubiéramos tenido nosotros un hermano así, habríamos hecho una exhibición mayor y lo habríamos tenido más días sin sepultarlo para edificación de los fieles”. Y un canónigo añadirá: “Es exactamente igual al que emanaba el cuerpo de san Félix de Cantalicio, que yo estaba presente”.

Pero el comentario más hermoso a su vida extraordinaria será siempre aquel de la muchedumbre anónima, aquella que, casi guiada por particular revelación, capta inmediatamente la esencia de la santidad: “nunca conocí en él la más mínima imperfección”; “ningún cristiano ni ningún otro religioso me ha dado jamás tan gran y buen ejemplo como fray Serafín”; “nadie se quejó nunca de Él”.

Esta es la vida de un pobre fraile franciscano capuchino que supo descubrir en Cristo pobre humilde y crucificado el tesoro de la vida y de la eterna bienaventuranza. Un rato para ti y para mí como cristianos del siglo XXI.

Los datos y la historia sobre la vida de Fray Serafín de Montegranaro fueron tomados del Libro “El Señor me dio hermanos, T. 1. Pp 51-63.

Por: Fray Pablo Capuchino Misionero

Paz y Bien.

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