• Imagen 1 Nuestro Carisma
    Los Capuchinos somos la rama más joven de los franciscanos, remontándonos a 1525…

La Indulgencia de la Porciúncula y el Jubileo de la Misericordia


En 2016 coinciden dos fechas: el aniversario de la indulgencia de la Porciúncula, querida por san Francisco para “mandar al paraíso a todos”, y el jubileo de la misericordia, querido por un Papa que de Francisco lleva el nombre. Dejando a los historiadores la profundización de su debate sobre la indulgencia de la Porciúncula, queremos aprovechar la ocasión de esta coincidencia de fechas que nos invita a profundizar el gran tema de la misericordia y del perdón en relación con nuestra tradición espiritual franciscana.
Misericordia es una palabra cara a san Francisco, que la usa a menudo en sus Escritos y que la utiliza igualmente en dos direcciones que remiten al actuar de Dios misericordioso y a nuestro actuar hacia los hermanos con misericordia. Esto nos recuerda la frase evangélica que ha propuesto el Papa como “lema” de este año jubilar: “Sed misericordiosos como es misericordioso vuestro Padre” (Lc 6,36). La misericordia que podemos tener en nuestras relaciones con los demás está estrechamente ligada con la misericordia que tiene Dios para con nosotros: el amor de Dios es la fuente inagotable de la cual podemos sacar la misericordia que hemos de usar para con nuestro prójimo. Todos sabemos que logramos amar en la medida en que descubramos que somos amados por Aquel que es la fuente de todo bien.
Lo que generalmente decimos del amor es igualmente verdadero para aquella forma especial de misericordia que es el perdón. La parábola que narra Jesús para responder a la pregunta de Pedro “¿Cuántas veces debo perdonar?”, condena el comportamiento del siervo que no condona la pequeña deuda a su compañero, después de que el patrón le ha perdonado a él una deuda grandísima. También en este caso la razón para perdonar a los demás es que nosotros  mismos hemos sido perdonados por Dios, como decimos en el Padre nuestro, en donde pedimos “perdónanos  nuestras deudas (ofensas) como también nosotros perdonamos a nuestros deudores (quienes nos ofenden)”. Aquel “como” más que indicar una igualdad, indica la motivación profunda por la cual hay que perdonar a los demás: a partir de la certeza de que Dios me perdona, nace la exigencia de perdonar “como” él. Es otra manera de decir que debemos ser misericordiosos “como” el Padre celestial.
Si todo esto es cierto, descubrimos que se nos indica un camino para hacernos más capaces de misericordia: crecer en nuestra conciencia de ser nosotros mismos amados por Dios. Se trata de la relación que hay entre el don recibido de Dios y el don ofrecido a los hermanos que es tan característico de la experiencia espiritual franciscana. En la medida en que nosotros, como Francisco, descubrimos que Dios “es el bien, todo bien, y que él es el solo bueno”, se hace fuerte en nosotros la exigencia de corresponder a este bien que recibimos, dando el bien de que somos capaces.
Y ya que para llegar a ser más consciente del amor que Dios me tiene debo detenerme un momento a reflexionar, nos damos cuenta de que una vez más, somos invitados a cultivar el espíritu de oración y devoción, para unir contemplación y acción, si queremos encontrar la verdadera fuente de nuestro compromiso y del amor para con el prójimo, para encontrar la fuerza y la energía para gastar toda nuestra vida al servicio de los hermanos y para generar a nuestro alrededor paz y reconciliación, que son los frutos del amor contemplado.
Con su petición al Papa de una indulgencia extraordinaria para la pequeña iglesita de la porciúncula, Francisco inventó una nueva manera de celebrar la sobreabundancia de perdón y de misericordia por parte de Dios para con nosotros. Podemos retomar y profundizar la bella definición de indulgencia que el Papa Francisco nos ha ofrecido en la Misericordiae vultus, definiéndola como “indulgencia del Padre que a través de la Esposa de Cristo alcanza al pecador perdonado y lo libra de todo resto de las consecuencias del pecado, habilitándolo para actuar con caridad, a crecer en el amor en vez de recaer en el pecado” (MV 22). Cada vez que recibimos esta indulgencia extraordinaria del Padre a través de la Iglesia, también nosotros experimentamos la abundancia de misericordia sobre nosotros para hacernos capaces de misericordia y de reconciliación para con los demás en las situaciones concretas de la vida.
San Francisco nos muestra ejemplos espléndidos de esta capacidad creativa de promover paz y reconciliación. Pensemos simplemente en el episodio del final de su vida, cuando él reconcilia al podestá con el Obispo de Asís haciendo cantar su Cántico del hermano Sol con la adición de la estrofa del perdón.
El antiguo biógrafo, al comienzo de esta narración, nos dice que Francisco dijo a sus compañeros: “Grande vergüenza es para nosotros, siervos de Dios, que el obispo y el podestá se odien tanto el uno al otro, y nadie se ponga en el trabajo de ponerlos en paz y concordia” (Compilatio Assisiensis 84). Francisco no piensa que se trate de una cuestión que no tiene que ver con él y siente vergüenza por el hecho de que nadie se preocupe por devolverles la paz. Me pregunto ¿Cuánta vergüenza sentimos nosotros cuando nadie interviene para sanar los conflictos de nuestro tiempo? ¿Qué tan responsables nos sentimos, como Francisco, de devolver la paz y la reconciliación, ante todo en nuestras mismas fraternidades, cuando hay divisiones, como también en las luchas políticas, religiosas, económicas, sociales de nuestro tiempo?
Semejante compromiso tan activo y militante, nace de la profundidad de la contemplación del amor de Dios para conmigo. Precisamente porque me siento tocado personalmente por la indulgencia del Padre, nace en mí la fuerza, el valor, la espléndida “locura” de intervenir, como puede hacerlo un enamorado de Dios con el canto, no con un solemne discurso y tanto menos con la fuerza. Francisco, con su inteligente simplicidad, no convoca al Obispo y al Podestá para tratar de resolver sus disputas. Francisco bien sabe que este no es su camino: él en cambio los convoca para escuchar un canto, porque solo apuntando la mirada más arriba, hacia la belleza de Dios, sobre las alas de la música, los dos contendientes podrán  encontrar las razones más altas para la paz. Nosotros franciscanos, en el mundo de hoy probablemente a menudo no estamos llamados a enfrentar y resolver los complejos problemas del mundo ofreciendo soluciones técnicas o entrando en el campo de difíciles cuestiones, que a menudo nos quedan grandes; pero sí estamos llamados a encontrar los caminos para animar a los hombres a la reconciliación y a la paz tocándoles el corazón con el testimonio de la simplicidad, de la belleza y del canto, de la verdad de relaciones fraternas e inmediatas que llevan a lo esencial, que hacen comprender a los hombres de hoy, como al Podestá y al Obispo de Asís, que vale la pena vivir en la paz, relativizando los problemas concretos y optando por el camino del perdón.
Hablando de indulgencia y misericordia hemos partido de una mirada a la indulgencia del Padre y a su misericordia para con nosotros y hemos llegado a hablar de la intervención en la realidad conflictiva del mundo de hoy. Podría también hacerse el recorrido inverso: comenzando a hablar del perdón y la reconciliación con los hermanos para llegar a hablar de la misericordia de Dios, como hace Francisco en el Testamento. Lo que importa es que no separemos nunca estos dos elementos, porque Jesús en el evangelio enseña que el primer mandamiento habla al mismo tiempo del amor de Dios y del prójimo, que no pueden ser separados.
Que este centenario nos ayude a sentir una saludable vergüenza porque nadie parece preocuparse por poner paz y concordia en la realidad conflictiva en que vivimos y nos haga crecer en la capacidad creativa de encontrar maneras nuevas para cantar un canto comprensible a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo. Sea nuestra vida ese canto que en la medida en que es alabanza viviente a aquel Dios de quien proviene todo amor, se hace provocación eficaz para construir paz y reconciliación.
Roma, 23 de julio de 2016, fiesta de S. Brígida, patrona de Europa

Fr. Michael Anthony Perry, OFM
Ministro General


Sr. Deborah Lockwood, OSF
Ministro General
Fr. Mauro Jöhri, OFMCap
Ministro General



Fr. Nicholas Polichnowski, TOR
Ministro General
Presidente CFF
Fr. Marco Tasca, OFMConv
Ministro General


Tibor Kauser, OFS
Ministro General

http://www.ofmcap.org/es/notizie/altre-notizie/item/806-la-indulgencia-de-la-porciuncula-y-el-jubileo-de-la-misericordia

Homilía del Papa, II Domingo de Pascua: el Evangelio es el libro de la misericordia de Dios

«Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos» (Jn 20,30). El Evangelio es el libro de la misericordia de Dios, para leer y releer, porque todo lo que Jesús ha dicho y hecho es expresión de la misericordia del Padre. Sin embargo, no todo fue escrito; el Evangelio de la misericordia continúa siendo un libro abierto, donde se siguen escribiendo los signos de los discípulos de Cristo, gestos concretos de amor, que son el mejor testimonio de la misericordia.
Todos estamos llamados a ser escritores vivos del Evangelio, portadores de la Buena Noticia a todo hombre y mujer de hoy. Lo podemos hacer realizando las obras de misericordia corporales y espirituales, que son el estilo de vida del cristiano. Por medio de estos gestos sencillos y fuertes, a veces hasta invisibles, podemos visitar a los necesitados, llevándoles la ternura y el consuelo de Dios. Se sigue así aquello que cumplió Jesús en el día de Pascua, cuando derramó en los corazones de los discípulos temerosos la misericordia del Padre, el Espíritu Santo que perdona los pecados y da la alegría.
Sin embargo, en el relato que hemos escuchado surge un contraste evidente: por una parte, está el miedo de los discípulos que cierran las puertas de la casa; por otro lado, el mandato misionero de parte de Jesús, que los envía al mundo a llevar el anuncio del perdón. Este contraste puede manifestarse también en nosotros, una lucha interior entre el corazón cerrado y la llamada del amor a abrir las puertas cerradas y a salir de nosotros mismos. Cristo, que por amor entró a través de las puertas cerradas del pecado, de la muerte y del infierno, desea entrar también en cada uno para abrir de par en par las puertas cerradas del corazón. Él, que con la resurrección venció el miedo y el temor que nos aprisiona, quiere abrir nuestras puertas cerradas y enviarnos. El camino que el Señor resucitado nos indica es de una sola vía, va en una única dirección: salir de nosotros mismos, para dar testimonio de la fuerza sanadora del amor que nos ha conquistado. Vemos ante nosotros una humanidad continuamente herida y temerosa, que tiene las cicatrices del dolor y de la incertidumbre. Ante el sufrido grito de misericordia y de paz, escuchamos hoy la invitación esperanzadora que Jesús dirige a cada uno de nosotros: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (v. 21).
Toda enfermedad puede encontrar en la misericordia de Dios una ayuda eficaz. De hecho, su misericordia no se queda lejos: desea salir al encuentro de todas las pobrezas y liberar de tantas formas de esclavitud que afligen a nuestro mundo. Quiere llegar a las heridas de cada uno, para curarlas. Ser apóstoles de misericordia significa tocar y acariciar sus llagas, presentes también hoy en el cuerpo y en el alma de muchos hermanos y hermanas suyos. Al curar estas heridas, confesamos a Jesús, lo hacemos presente y vivo; permitimos a otros que toquen su misericordia y que lo reconozcan como «Señor y Dios» (cf. v. 28), como hizo el apóstol Tomás. Esta es la misión que se nos confía. Muchas personas piden ser escuchadas y comprendidas. El Evangelio de la misericordia, para anunciarlo y escribirlo en la vida, busca personas con el corazón paciente y abierto, “buenos samaritanos” que conocen la compasión y el silencio ante el misterio del hermano y de la hermana; pide siervos generosos y alegres que aman gratuitamente sin pretender nada a cambio.
«Paz a vosotros” (v. 21): es el saludo que Cristo trae a sus discípulos; es la misma paz, que esperan los hombres de nuestro tiempo. No es una paz negociada, no es la suspensión de algo malo: es su paz, la paz que procede del corazón del Resucitado, la paz que venció el pecado, la muerte y el miedo. Es la paz que no divide, sino que une; es la paz que no nos deja solos, sino que nos hace sentir acogidos y amados; es la paz que permanece en el dolor y hace florecer la esperanza. Esta paz, como en el día de Pascua, nace y renace siempre desde el perdón de Dios, que disipa la inquietud del corazón. Ser portadores de su paz: esta es la misión confiada a la Iglesia en el día de Pascua. Hemos nacido en Cristo como instrumentos de reconciliación, para llevar a todos el perdón del Padre, para revelar su rostro de amor único en los signos de la misericordia.
En el Salmo responsorial se ha proclamado: «Su amor es para siempre» (117/118,2). Es verdad, la misericordia de Dios es eterna; no termina, no se agota, no se rinde ante la adversidad y no se cansa jamás. En este “para siempre” encontramos consuelo en los momentos de prueba y de debilidad, porque estamos seguros que Dios no nos abandona. Él permanece con nosotros para siempre. Le agradecemos su amor tan inmenso, que no podemos comprender. ¡Es tan grande! Pidamos la gracia de no cansarnos nunca de acudir a la misericordia del Padre y de llevarla al mundo; pidamos ser nosotros mismos misericordiosos, para difundir en todas partes la fuerza del Evangelio, para escribir aquellas páginas del Evangelio que el Apóstol Juan no ha escrito.

Bendición Urbi et Orbi del Papa Francisco


«Dad gracias al Señor porque es bueno Porque es eterna su misericordia» (Sal 135,1)


Queridos hermanos y hermanas, ¡Feliz Pascua!

            Jesucristo, encarnación de la misericordia de Dios, ha muerto en cruz por amor, y por amor ha resucitado. Por eso hoy proclamamos: ¡Jesús es el Señor!

            Su resurrección cumple plenamente la profecía del Salmo: «La misericordia de Dios es eterna», su amor es para siempre, nunca muere. Podemos confiar totalmente en él, y le damos gracias porque ha descendido por nosotros hasta el fondo del abismo.

            Ante las simas espirituales y morales de la humanidad, ante al vacío que se crea en el corazón y que provoca odio y muerte, solamente una infinita misericordia puede darnos la salvación. Sólo Dios puede llenar con su amor este vacío, estas fosas, y hacer que no nos hundamos, y que podamos seguir avanzando juntos hacia la tierra de la libertad y de la vida.

            El anuncio gozoso de la Pascua: Jesús, el crucificado, «no está aquí, ¡ha resucitado!» (Mt 28,6), nos ofrece la certeza consoladora de que se ha salvado el abismo de la muerte y, con ello, ha quedado derrotado el luto, el llanto y la angustia (cf. Ap 21,4). El Señor, que sufrió el abandono de sus discípulos, el peso de una condena injusta y la vergüenza de una muerte infame, nos hace ahora partícipes de su vida inmortal, y nos concede su mirada de ternura y compasión hacia los hambrientos y sedientos, los extranjeros y los encarcelados, los marginados y descartados, las víctimas del abuso y la violencia. El mundo está lleno de personas que sufren en el cuerpo y en el espíritu, mientras que las crónicas diarias están repletas de informes sobre delitos brutales, que a menudo se cometen en el ámbito doméstico, y de conflictos armados a gran escala que someten a poblaciones enteras a pruebas indecibles.

            Cristo resucitado indica caminos de esperanza a la querida Siria, un país desgarrado por un largo conflicto, con su triste rastro de destrucción, muerte, desprecio por el derecho humanitario y la desintegración de la convivencia civil. Encomendamos al poder del Señor resucitado las conversaciones en curso, para que, con la buena voluntad y la cooperación de todos, se puedan recoger frutos de paz y emprender la construcción una sociedad fraterna, respetuosa de la dignidad y los derechos de todos los ciudadanos. Que el mensaje de vida, proclamado por el ángel junto a la piedra removida del sepulcro, aleje la dureza de nuestro corazón y promueva un intercambio fecundo entre pueblos y culturas en las zonas de la cuenca del Mediterráneo y de Medio Oriente, en particular en Irak, Yemen y Libia. Que la imagen del hombre nuevo, que resplandece en el rostro de Cristo, fomente la convivencia entre israelíes y palestinos en Tierra Santa, así como la disponibilidad paciente y el compromiso cotidiano de trabajar en la construcción de los cimientos de una paz justa y duradera a través de negociaciones directas y sinceras. Que el Señor de la vida acompañe los esfuerzos para alcanzar una solución definitiva de la guerra en Ucrania, inspirando y apoyando también las iniciativas de ayuda humanitaria, incluida la de liberar a las personas detenidas.

            Que el Señor Jesús, nuestra paz (cf. Ef 2,14), que con su resurrección ha vencido el mal y el pecado, avive en esta fiesta de Pascua nuestra cercanía a las víctimas del terrorismo, esa forma ciega y brutal de violencia que no cesa de derramar sangre inocente en diferentes partes del mundo, como ha ocurrido en los recientes atentados en Bélgica, Turquía, Nigeria, Chad, Camerún y Costa de Marfil; que lleve a buen término el fermento de esperanza y las perspectivas de paz en África; pienso, en particular, en Burundi, Mozambique, la República Democrática del Congo y en el Sudán del Sur, lacerados por tensiones políticas y sociales.

Dios ha vencido el egoísmo y la muerte con las armas del amor; su Hijo, Jesús, es la puerta de la misericordia, abierta de par en par para todos. Que su mensaje pascual se proyecte cada vez más sobre el pueblo venezolano, en las difíciles condiciones en las que vive, así como sobre los que tienen en sus manos el destino del país, para que se trabaje en pos del bien común, buscando formas de diálogo y colaboración entre todos. Y que se promueva en todo lugar la cultura del encuentro, la justicia y el respeto recíproco, lo único que puede asegurar el bienestar espiritual y material de los ciudadanos.

            El Cristo resucitado, anuncio de vida para toda la humanidad que reverbera a través de los siglos, nos invita a no olvidar a los hombres y las mujeres en camino para buscar un futuro mejor. Son una muchedumbre cada vez más grande de emigrantes y refugiados —incluyendo muchos niños— que huyen de la guerra, el hambre, la pobreza y la injusticia social. Estos hermanos y hermanas nuestros, encuentran demasiado a menudo en su recorrido la muerte o, en todo caso, el rechazo de quien podrían ofrecerlos hospitalidad y ayuda. Que la cita de la próxima Cumbre Mundial Humanitaria no deje de poner en el centro a la persona humana, con su dignidad, y desarrollar políticas capaces de asistir y proteger a las víctimas de conflictos y otras situaciones de emergencia, especialmente a los más vulnerables y los que son perseguidos por motivos étnicos y religiosos.

            Que, en este día glorioso, «goce también la tierra, inundada de tanta claridad» (Pregón pascual), aunque sea tan maltratada y vilipendiada por una explotación ávida de ganancias, que altera el equilibrio de la naturaleza. Pienso en particular a las zonas afectadas por los efectos del cambio climático, que en ocasiones provoca sequía o inundaciones, con las consiguientes crisis alimentarias en diferentes partes del planeta.

            Con nuestros hermanos y hermanas perseguidos por la fe y por su fidelidad al nombre de Cristo, y ante el mal que parece prevalecer en la vida de tantas personas, volvamos a escuchar las palabras consoladoras del Señor: «No tengáis miedo. ¡Yo he vencido al mundo!» (Jn 16,33). Hoy es el día brillante de esta victoria, porque Cristo ha derrotado a la muerte y su resurrección ha hecho resplandecer la vida y la inmortalidad (cf. 2 Tm 1,10). «Nos sacó de la esclavitud a la libertad, de la tristeza a la alegría, del luto a la celebración, de la oscuridad a la luz, de la servidumbre a la redención. Por eso decimos ante él: ¡Aleluya!» (Melitón de Sardes, Homilía Pascual).

A quienes en nuestras sociedades han perdido toda esperanza y el gusto de vivir, a los ancianos abrumados que en la soledad sienten perder vigor, a los jóvenes a quienes parece faltarles el futuro, a todos dirijo una vez más las palabras del Señor resucitado: «Mira, hago nuevas todas las cosas... al que tenga sed yo le daré de la fuente del agua de la vida gratuitamente» (Ap 21,5-6). Que este mensaje consolador de Jesús nos ayude a todos nosotros a reanudar con mayor vigor la construcción de caminos de reconciliación con Dios y con los hermanos. ¡Tenemos tanta necesidad! 

Predicación de cuaresma del padre Raniero Cantalamessa


Primera predicación de Cuaresma. La adoración en espíritu y verdad. Reflexión sobre la constitución Sacrosanctum Concilium

  1. El Concilio Vaticano II: un afluente, no el río.
En estas meditaciones de cuaresma querría proseguir en las reflexiones sobre otros grandes documentos del VaticanoII, después de haber meditado en Adviento, sobre la Lumen Gentium. Creo entretanto que sea útil hacer una premisa. El Vaticano II es un afluente y no el río. En su famosa obra sobre “El desarrollo de la doctrina cristiana”, el beato cardenal Newman ha afirmado con fuerza que detener la tradición en un punto de su curso, incluso si fuera un concilio ecuménico, sería volver muerta una tradición y no “una tradición viviente”. La tradición es como una música. ¿Qué sería de una melodía si se detuviera en una nota, repitiéndola hasta el infinito? Sucede con un disco que se arruina y sabemos que efecto produce.
San Juan XXIII quería que el concilio fuera para la Iglesia como “una nueva Pentecostés”. En un punto al menos esta oración ha sido escuchada. Después del concilio hubo un despertar del Espíritu Santo. Este no es más “el desconocido” en la Trinidad. La Iglesia ha tomado una conciencia más clara de su presencia y de su acción. En la homilía de la misa crismal del Jueves Santo de 2012, Benedicto XVI afirmaba:
“Quien mira a la historia de la época post conciliar puede reconocer la dinámica de la verdadera renovación, que frecuentemente ha asumido formas inesperadas en movimientos llenos de vida y que vuelve casi tangible la vivacidad de la santa Iglesia, la presencia y la acción eficaz del Espíritu Santo”.
Esto no significa que podemos descuidar los textos del concilio o ir más allá de esos; sino que significa releer el Concilio a la luz de sus mismos frutos. Que los concilios ecuménicos puedan tener efectos no entendidos en el momento por quienes tomaron parte, es una verdad señalada por el mismo cardenal Newman a propósito del Vaticano I[1], pero testimoniada diversas veces durante la historia. El concilio ecuménico de Éfeso del 431, con la definición de María como Theotokos, Madre de Dios, se proponía afirmar la unidad de la persona de Cristo, no de incrementar el culto a la Virgen, pero de hecho su fruto más evidente fue justamente este último.

Si hay un campo en el cual la teología y la vida de la Iglesia católica se ha enriquecido en estos 50 años del post-concilio, sin dudas es el relativo al Espíritu Santo. En todas las principales denominaciones cristianas se ha afirmado en los últimos tiempos aquella que, con una expresión cuñada por Karl Barth, es definida “la Teología del tercer artículo”. La teología del tercer artículo es aquella que no termina con el artículo sobre el Espíritu Santo pero comienza con esto; que toma en cuenta el orden según el cual se formó la fe cristiana y su credo, y no solamente su producto final. Fue de hecho a la luz del Espíritu Santo que los apóstoles descubrieron quien era verdaderamente Jesús y su revelación sobre el Padre.
El credo actual de la Iglesia es perfecto y nadie se sueña de cambiarlo, pero refleja el producto final, la última etapa alcanzada por la fe, no el camino a través el cual se llega a eso, mientras que teniendo en vista a una renovada evangelización, es vital para nosotros conocer también el camino hacia el cual se llega a la fe, no solo su codificación definitiva que proclamamos de memoria en el Credo.
Bajo esta luz aparecen claramente las implicaciones de ciertas afirmaciones del concilio, pero aparecen también algunos vacíos y lagunas que es necesario llenar, en particular justamente a propósito del rol del Espíritu Santo. San Juan Pablo II ya había tomado en cuenta esta necesidad, cuando en ocasión del XVI centenario del concilio ecuménico de Constantinópolis, en 1981, escribía en su Carta Apostólica la siguiente afirmación:
“Toda la obra de renovación de la Iglesia, que el Concilio Vaticano II ha así providencialmente propuesto e iniciado (…) no puede realizarse si no en el Espíritu Santo, o sea con la ayuda de su luz y de su potencia” [2].
  1. El lugar del Espíritu Santo en la liturgia
Esta premisa general se revela particularmente útil al abordar el tema de la liturgia, la Sacrosanctum concilium. El texto nace de la necesidad, advertida desde hace tiempo y desde diversas partes, de una renovación de las formas y de los ritos de la liturgia católica. Desde este punto de vista, sus frutos han sido tantos, y muy benéficos para la Iglesia. Se advertía menos en ese momento, la necesidad de detenerse en lo que, después de Romano Guardini, se suele llamar “el espíritu de la liturgia”[3] y que, en el sentido que ahora explicaré, yo la llamaría más bien “la liturgia del Espíritu” (¡Espíritu con mayúscula!).
Fieles en la intención declarada en estas nuestras meditaciones, de valorizar algunos aspectos más espirituales e interiores de los textos conciliares, es justamente sobre este punto que querría reflexionar. La SC dedica a esto solamente un breve texto inicial, fruto del debate que antecedió a la redacción final de la constitución [4]:
“Para cumplir esta obra así grande, con la cual se da a Dios una gloria perfecta y los hombres son santificados, Cristo asocia siempre a sí la Iglesia, su esposa muy amada, la cual invoca como a su Señor y por medio él vuelve el culto al eterno Padre”. Justamente por esto la liturgia es considerada como el ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo. En ella la santificación del hombre está simbolizada por medio de signos sensibles y realizada de manera propia en cada uno de esos; en ella el culto público integral está ejercitado por el cuerpo místico de Jesucristo, o sea por la cabeza y sus miembros. Por lo tanto cada celebración litúrgica, en cuanto obra de Cristo sacerdote y de su cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, y ninguna otra acción de la Iglesia se iguala en eficacia y con el mismo título y mismo grado” [5].
Es en los sujetos, o en los ‘actores’, de la liturgia que hoy estamos en grado de notar una laguna en esta descripción. Los protagonistas aquí puestos en luz son dos: Cristo y la Iglesia. Falta una mención al lugar del Espíritu Santo. También en el resto de la constitución, el Espíritu Santo no es nunca objeto de una mención directa, solamente nominado aquí y allí, y siempre ‘oblicuamente’.
El Apocalipsis nos indica el orden y el número completo de los actores litúrgicos cuando resume el culto cristiano en la frase: “ ¡El Espíritu y la Esposa dicen (a Cristo Señor), Ven!”. (Ap 22,17). Pero Jesús ya había expresado de manera perfecta la naturaleza y la novedad del culto de la Nueva Alianza en el diálogo con la Samaritana: “Viene la hora -y es esta- en la cual los verdaderos adoradores adorarán el Padre en Espíritu y Verdad” (Gv 4, 23).
La expresión “Espíritu y Verdad”, a la luz del vocabulario de Juan, puede significar solamente dos cosas: o “el Espíritu de verdad”, o sea el Espíritu Santo (Gv 14,17; 16,13), o el Espíritu de Cristo que es la verdad (Gv 14,6). Una cosa es cierta: esa no tiene nada que ver con la explicación subjetiva, que le gusta a los idealistas y a los románticos, según los cuales el “espíritu y verdad”, indicaría la interioridad escondida del hombre, en oposición a cada culto externo y visible. No se trata solamente del paso de lo exterior al interior, sino del paso de lo humano a lo divino.
Si la liturgia cristiana “es el ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo”, el camino mejor para descubrir su naturaleza es ver como Jesús ejercitó su función sacerdotal en su vida y en la muerte. La tarea del sacerdote es ofrecer “oración y sacrificios” a Dios (cf. Ebr 5,1; 8,3). Ahora sabemos que era el Espíritu Santo que ponía en el corazón del Verbo hecho carne el grito ‘Abba’ que encierra cada oración. Lucas lo indica explícitamente cuando escribe: “En aquella misma hora Jesús exultó de alegría en el Espíritu Santo y dijo: Te doy alabanza oh Padre, Señor del cielo y de la tierra…”(cf. Lc 10, 21).
La misma ofrenda de su cuerpo en sacrificio sobre la cruz, fue, según la Carta a los Hebreos, “en un Espíritu eterno” (Ebr 9,14), o sea por un impulso del Espíritu Santo.
San Basilio tiene un texto iluminador:
“El camino del conocimiento de Dios procede del único Espíritu, a través el único Hijo, hasta el único Padre; inversamente la bondad natural, la santificación según la naturaleza, la dignidad real se difunden desde el Padre, por medio del Unigénito, hasta el Espíritu” [6].
En otras palabras, el orden de la creación, o de la salida de las criaturas de Dios, parte desde el Padre, pasa a través del Hijo y llega a nosotros en el Espíritu Santo. El orden del conocimiento o de nuestro regreso a Dios, del cual la liturgia es la expresión más alta, sigue el camino inverso: parte desde el Espíritu, pasa a través del Hijo y termina en el Padre. Esta visión descendiente y ascendiente de la misión del Espíritu Santo está presente también en el mundo latino. El beato Isaac della Stella (siglo XII) la expresa en términos muy cercanos a los de Basilio.
“Así como las cosas divinas bajan hacia nosotros desde el Padre por medio del Hijo y en el Espíritu Santo, así las cosas humanas ascienden al Padre a través del Hijo, en el Espíritu Santo” [7].
No se trata por así decir, de apostar por una u otra de las tres personas de la Trinidad, sino de salvaguardar el dinamismo trinitario de la liturgia. El silencio sobre el Espíritu Santo atenúa inevitablemente el carácter trinitario de la liturgia. Por esto me parece oportuno la llamada de atención que san Juan Pablo II hacía en la Novo millennio ineunte:
“Realizada en nosotros por el Espíritu Santo, nos abre, por Cristo y en Cristo, a la contemplación del rostro del Padre. Aprender esta lógica trinitaria de la oración cristiana, viviéndola plenamente ante todo en la liturgia, cumbre y fuente de la vida eclesial,17 pero también de la experiencia personal, es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro, porque vuelve continuamente a las fuentes y se regenera en ellas” [8].
  1. La adoración “en el Espíritu”
Tratemos de tomar, a partir de estas premisas, alguna indicación práctica para nuestra forma de vivir la liturgia y hacer que se lleve a cabo una de sus tareas primarias que es la santificación de las almas. El Espíritu no autoriza inventar nuevas y arbitrarias formas de liturgia o modificar por propia iniciativa las existentes (tarea que corresponde a la jerarquía). Él es el único que renueva y da la vida a todas las expresiones de la liturgia. En otras palabras, el Espíritu no hace cosas nuevas, ¡hace nuevas las cosas! El dicho de Jesús repetido por Pablo: “Es el Espíritu que da la vida” (Jn 6, 63; 2 Cor 3, 6) se aplica en primer lugar a la liturgia.
El apóstol exhortaba a sus fieles a rezar  “en el Espíritu” (Ef. 6,18; cf. también Judas 20). ¿Qué significa rezar en el Espíritu? Significa permitir a Jesús continuar ejercitando el propio oficio sacerdotal en su cuerpo que es la Iglesia. La oración cristiana se convierte en prolongación en el cuerpo de la oración de la cabeza. Es conocida la afirmación de san Agustín:
“El Señor nuestro Jesucristo, Hijo de Dios es quien que reza por nosotros, que reza en nosotros y que es rezado por nosotros. Reza por nosotros como nuestro sacerdote, reza en nosotros como nuestra cabeza, es rezado por nosotros como nuestro Dios. Reconocemos por tanto en él nuestra voz, y en nosotros su voz” [9].
Es esta luz, la liturgia nos aparece como el “opus Dei”, la “obra de Dios”, no solo porque tiene Dios por objeto, sino también porque tiene a Dios como sujeto; Dios no solo està rezado por nosotros, sino que reza en nosotros. El mismo grito ¡Abbà! que el Espíritu, viniendo a nosotros, dirige al Padre (Gal 4, 6; Rom 8, 15) demuestra que quien reza en nosotros, a través del Espíritu, es Jesús, el Hijo único de Dios. Por sí mismo, de hecho, el Espíritu Santo no podría dirigirse a Dios, llamándolo Abbà, Padre, porque él no es engendrado, sino que solamente “procede” del Padre. Si lo puede hacer, es porque es el Espíritu de Cristo quien continúan en nosotros su oración filial.
Es sobre todo cuando la oración se hace fatiga y lucha que se descubre toda la importancia del Espíritu Santo para nuestra vida de oración. El Espíritu se convierte, entonces, en la fuerza de nuestra oración “débil” (Rom 8, 26), en la luz de nuestra oración apagada; en una palabra, el alma de nuestra oración. Realmente, él “riega lo que está seco”, como decimos en la secuencia en su honor.
Todo esto sucede por la fe. Basta que yo diga o piense: “Padre, tú me has donado el Espíritu de Jesús; formando, por eso, “un solo Espíritu”, con Jesús, yo recito este salmo, celebro esta santa misa, o estoy simplemente en silencio, aquí en tu presencia. Quiero darte esa gloria y esa alegría que te daría Jesús, si fuera él quien te rezara todavía desde la tierra”.
El Espíritu Santo vivifica de forma particular la oración de adoración que es el corazón de toda oración litúrgica. Su peculiaridad deriva del hecho que es el único sentimiento que podemos nutrir solo y exclusivamente hacia las personas divinas. Es lo que distingue el culto de latría, del de dulía reservado a los santos y de hiperdulía reservado a la Santa Virgen. Nosotros veneramos a la Virgen, no la adoramos, contrariamente a lo que algunos piensan de los católicos.
La adoración cristiana es también la trinitaria. Lo es en su desarrollarse, porque es adoración dirigida “al Padre, por medio del Hijo, en el Espíritu Santo” y lo es en su término, porque es adoración hecha, juntos “al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo”.
En la espiritualidad occidental, quien ha desarrollado más a fondo el tema de la adoración ha sido el cardenal Pierre de Bérulle (1575-1629). Para él, Cristo es el perfecto adorador del Padre, a quien es necesario unirse para adorar a Dios con una adoración de valor infinito[10]. Escribe:
“De toda la eternidad, había un Dios infinitamente adorable, pero no había aún un adorador infinito; […] Tu eres ahora, oh Jesús, este adorador, este hombre, este servidor infinito por potencia, cualidad y dignidad, para satisfacer plenamente este deber y hacer este homenaje divino” [11].
Si hay una laguna en esta visión que también ha dado a la Iglesia frutos bellísimo y ha plasmado la espiritualidad francesa por varios siglos, esta es la misma que hemos destacado en la constitución del Vaticano II: la insuficiente atención acordada al rol del Espíritu Santo. Del Verbo encarnado, el discurso de Bérulle pasa a la “corte real” que lo sigue y lo acompaña: la Santa Virgen, Juan Bautista, los apóstoles, los santos; falta el reconocimiento del rol esencial del Espíritu Santo.
En cada movimiento de regreso a Dios, nos ha recordado san Basilio, todo parte del Espíritu, pasa a través del Hijo y termina en el Padre. Por tanto, no basta con recordar de vez en cuando que también existe el Espíritu Santo; es necesario reconocer su papel de eslabón esencial, tanto en el camino de salida de las criaturas de Dios como en el de regreso de las criaturas a Dios. El abismo existente entre nosotros y el Jesús de la historia está colmado por el Espíritu Santo. Sin él, todo en la liturgia no es más que la memoria; con él, todo es también presencia.
En el libro del Éxodo, leemos que, en el Sinaí, Dios indicó a Moisés una cavidad en la roca, oculto dentro de ella habría podido contemplar su gloria sin morir (cf. Ex 33, 21). Al comentar este pasaje, el mismo san Basilio escribe:
“¿Cuál es hoy, para nosotros los cristianos, esa cavidad, ese lugar en el que podemos refugiarnos para contemplar y adorar a Dios? ¡Es el Espíritu Santo! ¿De quien lo sabemos? Por el mismo Jesús que dijo: ¡Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en Espíritu y verdad!” [12].
¡Qué perspectivas, qué belleza, qué poder, qué atracción confiere todo esto al ideal de adoración cristiano! ¿Quién no siente la necesidad de ocultarse de vez en cuando, en el vórtice giratorio del mundo, en aquella cavidad espiritual para contemplar a Dios y adorarlo como Moisés?
  1. La oración de intercesión
Junto a la adoración, un componente esencial de la oración litúrgica es la intercesión. En toda su oración, la Iglesia no hace más que interceder: por ella y por el mundo, por los justos y por los pecadores, por los vivos y por los muertos. También esta es una oración que el Espíritu Santo quiere animar y confirmar. De él, san Pablo escribe:
“El Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles. Mas el que escudriña los corazones sabe cuál es la intención del Espíritu, porque conforme a la voluntad de Dios intercede por los santos” (Rm 8, 26-27).
El Espíritu Santo intercede por nosotros y nos enseña a interceder, a su vez, por los demás. Hacer una oración de intercesión significa unirse, en la fe, a Cristo resucitado que vive en un constante estado de intercesión por el mundo (cf. Rm 8, 34; Hb 7, 25; 1 Jn 2, 1). En la gran oración con la que concluyó su vida terrena, Jesús nos ofrece el ejemplo más sublime de intercesión:
“Ruego por ellos, por los que me has dado. […] Guárdalos en tu nombre. No te ruego que los saques del mundo, sino que los guardes del maligno. Santifícalos en la verdad. […] No ruego sólo por éstos, sino también por los que han de creer en mí…”(cf. Jn 17, 9 ss).
Del Siervo sufriente se dice, en Isaías, que Dios le premia con las multitudes “porque cargó con los pecados de muchos e intercedió por los transgresores” (Is 53, 12): Esta profecía ha encontrado su perfecto cumplimiento en Jesús, que, en la cruz, intercede por sus crucifixores (cf. Lc 23, 34).
La eficacia de la oración de intercesión no depende de “multiplicar las palabras” (cf. Mt 6, 7), sino del grado de unión que se puede lograr con las disposiciones filiales de Cristo. Más que palabras de intercesión, se debe, en todo caso, multiplicar los intercesores, es decir, invocar la ayuda de María y de los santos. En la fiesta de Todos los Santos, la Iglesia pide a Dios ser escuchada “por la abundancia de los intercesores” (“multiplicatis intercessoribus”).
Se multiplican los intercesores también cuando oramos los unos por los otros. San Ambrosio dice:
“Si sólo ruegas por ti, también tú serás el único que suplica por ti. Y, si todos ruegan solamente por sí mismos, la gracia que obtendrá el pecador será, sin duda, menor que la que obtendría del conjunto de los que interceden si éstos fueran muchos. Pero, si todos ruegan por todos, habrá que decir también que todos ruegan por ti, porque incluido entre todos aquellos ” [13].
La oración de intercesión es tan agradable a Dios, porque es la más libre de egoísmo, refleja más de cerca la gratuidad divina y concuerda con la voluntad de Dios, que quiere que “todos los hombres se salven” (cf. 1 Tim 2, 4). Dios es como un padre compasivo que tiene el deber de castigar, pero que busca todas las excusas posibles para no tener que hacerlo y es feliz, en su corazón, cuando los hermanos del culpable lo retienen de hacerlo.
Si faltan estos brazos fraternales extendidos hacia él, se queja en la Escritura: “Y vio que no había hombre, y se maravilló que no hubiera quien se interpusiese” (Is 59, 16). Ezequiel nos transmite este lamento de Dios: “Y busqué entre ellos hombre que hiciese vallado y que se pusiese en la brecha delante de mí, a favor de la tierra, para que yo no la destruyese; y no lo hallé” (Ez 22, 30).
La palabra de Dios resalta el extraordinario poder que tiene junto a Dios, por su misma disposición, la oración de quienes ha puesto a la guía de su pueblo. Se dice en un salmo que Dios había decidido exterminar a su pueblo debido al ternero de oro, “si Moises no hubiera estado en la brecha, delante de Él para desviar su cólera”.  (cf Sal 106, 23).
A los pastores y a las guías espirituales yo oso decir: cuando en la oración escuchan que Dios está airado con el pueblo que les ha sido confiado, ¡no se alineen en seguida con Dios, sino con el pueblo! Así hizo Moisés, hasta protestar de querer ser expulsado él mismo, con ellos, del libro de la vida. (cf Es 32, 32), y la Biblia hace entender que esto era exactamente lo que Dios deseaba, porque Èl “abandonó el propósito de castigar a su pueblo”.
Cuando se está delante del pueblo, entonces tenemos que dar razón, con toda la fuerza, a Dios. Peró Moisés cuando poco después se encontró delante del pueblo, entonces se encendió su ira: rompió el ternero de oro, desparramó el polvo en el agua y le hizo tragar el agua a la gente (cf Es 32, 19 ss). Solamente quien defendió al pueblo delante de Dios y llevó el peso de su pecado, tiene el derecho -y tendrá el coraje- después, de gritar contra eso, en defensa de Dios, como hizo Moisés.
Terminamos proclamando juntos el texto que refleja mejor el lugar del Espíritu Santo y la orientación trinitaria de la liturgia, o sea la dosología final del canon romano: “Por Cristo, con Cristo y en Cristo, a ti Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, cada honor y cada gloria por los siglos de los siglos, Amén”.

[1] Cf. I. Ker, Newman, the Councils, and Vatican II, in “Communio”. International Catholic Review, 2001, pp. 708-728.
[2] Juan Pablo II, Carta apostolica  A Concilio Constantinopolitano I, 25 marzo 1981, in AAS 73 (1981) 515-527.
[3] R.Guardini, Vom Geist del Liturgie,  23 ed., Grünewald 2013; J. Ratzinger, Der Geist del Liturgie, Herder, Freiburg, i.b., 2000.
[4] Storia del Concilio Vaticano II, a cura di G. Alberigo, Bologna 1999, III, p 245 s.

[5] SC, 7.
[6]  S. Basilio di Cesarea, De  Spiritu Sancto XVIII, 47 (PG 32 , 153).
[7]  B. Isacco della Stella, De anima (PL 194,  1888).
[8] NMI, 32.
[9]  Augustin, Enarrationes in Psalmos 85, 1: CCL 39, p. 1176.
[10] M. Dupuy, Bérulle, une spiritualité de l’adoration, Paris 1964.
[10] M. Dupuy, Bérulle, une spiritualité de l’adoration, Paris 1964. .
[11] P. de Bérulle,  Discours de l’Etat et des grandeurs de Jésus (1623), ed. Paris 1986, Discours II, 12.
[12]  S. Basilio, De Spiritu Sancto, XXVI,62 (PG 32, 181 s.).
[13]  Ambrosio, De Cain et Abel, I, 39 (CSEL 32, p. 372).

Las 12 mejores frases del Papa en México


1. “México es un gran país” (Discurso a las autoridades, la sociedad civil y el cuerpo diplomático, 13 de febrero de 2016)

2. “Si tienen que pelearse, peléense; si tienen que decirse cosas, se las digan; pero como hombres” (Discurso a los obispos de México, 13 de febrero 2016)

3. “Las lágrimas de los que sufren no son estériles” (Homilía en la Basílica de Guadalupe, 13 de febrero 2016) .

4. “Cuántas veces somos ciegos e inmunes ante la falta del reconocimiento de la dignidad propia y ajena”. (Homilía de la misa celebrada en Ecatepec, 14 de febrero 2016)

5. “Quiero pedirle a Dios que bendiga […] A todas las personas que no sólo con medicamentos sino con ‘la cariñoterapia’ ayudan a que este tiempo sea vivido con mayor alegría” (Visita al hospital pediátrico “Federico Gómez”, 14 de febrero 2016)

6.“¡Perdón!, perdón hermanos. El mundo de hoy, despojado por la cultura del descarte, los necesita a ustedes”. (Santa misa con las comunidades indígenas de Chiapas, 15 de febrero 2016)

7.“Prefiero una familia con rostro cansado por la entrega a rostros maquillados que no han sabido de ternura y compasión”. (Encuentro con las familias, 15 de febrero 2016)

8. “No somos ni queremos ser funcionarios de lo divino”. (Santa misa con sacerdotes, religiosas, religiosos, consagrados y seminaristas, 16 de febrero 2016)

9. “Jesús nunca nos invitaría a ser sicarios, sino que nos llama discípulos”. (Encuentro con los jóvenes, 16 de febrero 2016)

10. “La reinserción no comienza acá en estas paredes; sino que comienza antes, comienza afuera, en las calles de la ciudad”. (Visita al centro de readaptación social Cereso 3, 17 de febrero 2016)

11.“Dios pedirá cuenta a los esclavistas de nuestros días”. (Encuentro con el mundo del trabajo, 17 de febrero 2016)

12.Los jóvenes, ‘carne de cañón’, son perseguidos y amenazados cuando tratan de salir de la espiral de violencia y del infierno de las drogas. (Homilía de la misa celebrada en Ciudad Juárez, 17 de febrero 2016)

powered by Blogger | WordPress by Newwpthemes | Converted by BloggerTheme