Pablo: Al Padre, en Cristo, por el Espíritu.

La Trinidad de Pablo 

Aprendamos de memoria estos dos versículos de san Pablo, que, si bien los entendemos, hallaremos dónde está la esencia de nuestra relación con Dios: “Vino a anunciar la paz: paz a vosotros que estabais lejos, y paz a los que estaban cerca. Pues por Él, unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu” (Ef 2,17-18).
El que vino a anunciar la paz es Jesucristo; vino a anunciar la paz – la salvación – al mundo entero, que podemos dividirlo en dos bloques: “los que estaban lejos”, que son los paganos, “los que estaban cerca”, que son los judíos, que habían recibido la revelación, la fe, la alianza…
Y sigue: Por medio de Él, Cristo, unos y otros – los paganos y los judíos (el mundo entero), tenemos acceso al Padre, en el Espíritu.

En esta frase se contiene el sentido íntimo, la orientación, de la oración cristiana, cuya esencia podemos verla en la celebración de la Misa. En la Eucaristía las oraciones van dirigidas al Padre, y las dirigimos “por medio de nuestro Señor Jesucristo, Hijo”, y lo hacemos “en el Espíritu Santo”. ¿Hemos notado que en la Misa nunca (repetimos, “nunca”) rezamos a los santos, por ejemplo, a san Francisco, a san Antonio, a san Ignacio…, a ninguno? No decimos: oh glorioso san Francisco que fuiste esto y lo otro…, concédenos…; sino que decimos: Dios todopoderoso que hiciste en tu siervo Francisco tales y cuales maravillas, concédenos Tú, “por la intercesión de este santo”, que en nosotros brillen tales y cuales virtudes. Y esto te lo pedimos por Jesucristo, en el Espíritu Santo.

Desde Cristo al Padre

Al entrar en san Pablo nos encontramos, de inmediato, con Cristo, que es el tema constante, que lo vive y le brota por los poros. Pero el origen, la raíz, la clave, la causa, la explicación…, no es Jesucristo, sino “el Padre de nuestro Señor Jesucristo”.
Puesto que acabamos de citar la Carta a los Efesios, veamos cómo comienza esta carta. Después del saludo, entra de lleno con una inmensa Bendición: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado…” (Ef 1,3-6).
La luz de nuestra fe es el Padre de nuestro Señor Jesucristo; no cualquier Dios soberano, no un Dios universal y genérico, sino el Padre de Jesús, el Dios del Antiguo Testamento que Jesús nos lo identificó como “mi Padre”. Ese es nuestro Dios.

Y ¿quién es este Padre de nuestro Señor Jesucristo?
Digámoslo, en síntesis, con tres expresiones.
Es el Dios de quien arranca la iniciativa de salvación.
El Dios del amor.
El Dios de la gracia.
La iniciativa de salvar al mundo no fue una idea generosa de aquel judío iluminado llamado Jesús de Nazaret. No, la iniciativa vino de Dios, del Padre de Jesús, del Padre del “hijo de Dios”. Dios se nos muestra así como Padre.

Inmediatamente uno se pregunta: ¿Y por qué tuvo Dios esta idea? La respuesta unánime de san Pablo y de todos los escritos del Nuevo Testamento es ésta: Por amor. No podemos rebajar la grandeza de Dios a algo inferior a su amor infinito. Si nos ha tenido la iniciativa de salvarnos, no ha sido por algo utilitario y ventajoso. Ha sido por la razón más divina que puede hallarse en la divinidad: por amor.
En consecuencia comprendemos que todo lo que sea obra de salvación, por ser obra del amor de Dios, todo es gracia de Dios, don de Dios en el cual brilla, junto con su libertad divina, su absoluta gratuidad.
¡Este es el Dios de Pablo! ¡Este es el Dios de nuestra fe, el Dios de todo el Nuevo Testamento! Ante este misterio, ¿cuál es nuestra respuesta? La exultación, el gozo, la acción de gracias y la alabanza, como lo canta el Apocalipsis cuando resuenan los cánticos celestiales.

Fr. Rufino María Grández

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